LA ESPECIE MÁS CONTROVERTIDA

Una reflexión orante a propósito de lo «masculino» y «femenino» como especie.  

Ojalá sea de utilidad, ¡sería … !

Gracias

LA ESPECIE MAS CONTROVERTIDA.

Tian, Dr. JL Padilla. 10/03/13

La especie más controvertida

Imagen: bpavone, schilderijen

Es probable que, de las especies sexuadas que habitan este planeta –“habitantes del universo”-, la especie humana sea la más “contro-vertida”; traduciéndose por “controvertida”, una especie que se vierte… y se hace contraria. Se vierte hacia una y otra… o hacia uno y otro lado, pero a la vez se hace la contra. Y evoluciona de manera que realiza diferentes velocidades con sus dos componentes. Y dos velocidades que no se ajustan ni se acoplan –tan solo circunstancial o excepcionalmente-.
En una época se habló de “la guerra de los sexos”… En otra época se habló de la imposibilidad de los amantes. En otra, los amantes –cuando eran-, se suicidaban o morían en acto de servicio.
Lo cierto es que se diferencia de otras especies sexuadas, de una manera muy clara.
Establece en las especies un gueto en el que busca –cada parte- reafirmarse en sus posiciones. Por momentos predomina más… uno que otra, depende de dónde.
En otros tiempos, ellas quizás eran las preponderantes, y ellos, los zánganos.
Pero, poco a poco, en la medida en que el hombre –entiéndase bien: como especie-, la mujer –como especie-, van desarrollando sus sistemas inteligentes, descubren –como en aquella famosa imagen que nos ofreció Stanley Kubrick en “2001: Una Odisea en el Espacio”- que la fuerza se puede convertir en violencia; y la violencia puede desarrollar el poder. Y, a partir de ello, uno puede asustar al otro, dominarle, controlarle y manejarle.
Ese es un punto de inflexión, clave.
Lo que estaba –entre comillas- “destinado” –véase ‘masculino’-, por sus características antropológicas y desarrollo biológico, a ser servidor de la tierra, de la caza, de la protección, se convierte en… el poderoso, el potente, el muscular, el impositivo, el golpeador. Y, en consecuencia, esclaviza, domina, controla, maneja y manipula… y –sobre todo- impide su evolución, a lo femenino.
A partir de ahí…
Y quizás –bajo el sentido orante- nos atreveríamos a decir que eso no tardó mucho en irse instaurando, sino que fue… visto y no visto.
Por eso poníamos la imagen de esa famosa película en la que van a compartir, una serie de homínidos, una charca, y discutiendo y jugando –mira por dónde-, alguien coge una quijada de burro –como resto fósil que había en aquel lugar-; la coge con tal decisión y fuerza, que golpea sin saber qué consecuencias iba a tener. La consecuencia es la muerte del otro. Y, a partir de ahí –véase todo esto como imagen-, lo masculino hace ejercicio de su fuerza, lo convierte en violencia y, de ahí, en poder.
A partir de esas coordenadas, ¡que sin duda tienen… miles de factores más! –pero, a partir de ellas-, una parte de la especie esclaviza a otra por la fuerza violenta del poder.
Era… –¡es!- una guerra. Y si las leyes de la guerra son el poder, la violencia… ya se sabe –en las circunstancias de esta especie- qué va a pasar.
Luego venía lo inevitable: ¿cómo nos repartimos el botín? –puesto que había una circunstancia biológica importante, y es… la necesaria atracción para la reproducción-.

Y era grato, poderoso, fuerte y violento, el distinguirse por lo que se poseía bajo esas coordenadas. Así que, una vez ganada la guerra a lo femenino, lo masculino se dedica a repartirse –a través de las guerras entre ellos- los manjares del inevitable atractivo de la reproducción. En principio, reproducción. Luego vino el placer, la prostitución y… algunas excepciones.
-¿O sea que, cuando el hombre guerrea entre sí, es –en origen- para… determinar cuál será su poder y dominio sobre mayor o menor número de… ¡hembras!?
-Sí, ¡señor!
Luego se deriva “en”… Pero, evidentemente –dicho de otra forma-: dos gallos, en un corral de gallinas, no se pelean para ver quién es el más guapo, sino que se pelean para ver quién se queda con las gallinas.
Sin duda, biológica y arqueológicamente, la diferencia y la distancia entre un gallo y un hombre es enorme.
Pero fíjense. El varón aparece como una necesidad de servicio, dotado de ¡fuerza!… para construir, para huir, para proteger, para defender… el bien precioso de lo femenino.
Y, para que ello ocurra, ¡tiene que sentir una profunda atracción!… que le resulta muy grata; tan grata, que pierde la referencia de su función, y la fuerza la convierte en violencia, la violencia en poder, y –a partir del poder- en dominio y control de lo que le atrae, de lo que desea. Deja de cumplir su designio.
Decíamos –en un momento determinado- la palabra “zángano”, haciendo referencia –sin duda- a esa figura de la colmena: una organización biológica que, desde nuestro punto de vista humano, tachamos de “impecable”. ¿Y qué hace? Cuidar y cuidar y cuidar a la abeja reina; servir y servir, a través de obreras y zánganos; construir y permanecer para que la especie se haga fuerte… y se haga próspera.
¡No! No –no, no-, no se trata de que nos comportemos como las abejas. No. Pero es una referencia, un estilo, en el que fuerza no se hace poder; fuerza no se hace violencia; fuerza no se hace control; fuerza no se hace manipulación.
Hoy morirán cientos de miles de mujeres, de manos de sus “dueños” –¡cientos de miles de mujeres!, en este planeta-, víctimas de la violencia; morirán violentamente: golpeadas, disparadas, estranguladas…
Simplemente con que el ejercicio de la fuerza no se convierta en violencia, y de ahí en poder, eso no ocurriría. “Eso no ocurriría”.
Luego todo parece indicar que podemos saber dónde está –“dónde está”- el crack que hace, de esta especie “humanidad”, una guerra permanente y singular… donde unos son carroñeros, cobardes y soberbios, y otras son… esclavas de los anteriores.
Esto lleva a la especie a un conflicto de más envergadura de lo que parece. Porque no es una especie aislada –aunque se convierte en suprema-, sino que todo lo que hace –como ocurre en el fenómeno de la vida- se extiende; se expresa.
Y esa guerra no se queda en lo sexuado de la especie, sino que hay “la guerra” contra los vegetales, “la guerra” contra los minerales, “la guerra” contra los animales, “la guerra” contra el medio, “la batalla” contra la lluvia, el trueno, el viento, el relámpago…
Cualquier elemento que tenga fuerza, es identificado por la especie masculina como un elemento violento, de poder; y reacciona –en consecuencia- atacándolo. ¡No pregunta! Ataca. Luego, si acaso, pregunta.
¡La lucha!, ¡la guerra!… como medio de convivencia, de supervivencia, de sobrevivencia…
Por momentos podemos ser engañados, y dejarnos engañar, y decir que… es así la naturaleza de la vida de esta especie.
Pero, a poco que indaguemos en el desarrollo evolutivo de lo poco que sabemos, el hecho de que surgiera la especie “masculino” es una obediencia de vida, por una necesidad de evolución de la vida. Y de lo asexuado se pasa a lo sexuado. Y lo sexuado nuevo que aparece es consecuencia de la necesidad de un servicio de fuerza, capaz de mantener la esencia original que se había desviado, deteriorado. No había sabido situarse adecuadamente –y quizás, millones de factores más-.
Quizás, en consecuencia, dando un salto, hoy podríamos decir –desde el punto de vista varonil- que nuestro diseño es de ¡fuerza!, pero no debemos ejercitarlo como poder. Nuestra ventaja en el desarrollo de la inteligencia es enorme, porque hemos procurado –a lo largo de generaciones y generaciones- anular la evolución de la especie oponente, para poderla tener, manejar y usar, mejor.
Y lo que es más: acostumbrarla y adiestrarla para que cada vez se parezca más al varón; y reclame la misma posición que el varón, y quiera los mismos derechos que el varón. Así, la especie se puede hacer endogámicamente masculina.
La guerra va más allá de lo aparente: busca el exterminio del oponente.
Sí. Son –quizás- visiones apocalípticas, pero ya saben: la oración siempre va a lo grande; no se queda en lo pequeño, no se queda en el cubículo de aquel y aquella que se llevan bien y que son majos. No. La oración procura hacerse universo, habitable en la grandiosidad del cosmos. Y, de ahí, poder llevar el ejercicio de la vida, a la calle, al número, al apartamento, al trabajo…
El mecanismo de absorción y de solución de “la guerra de los sexos” busca, por parte del ganador evidente actual, aniquilar al oponente; impedirle por todos los medios que se abastezca de su propia esencia y naturaleza… dejándole las suficientes cualidades y atractivos para que sea –o siga siendo- un mecanismo placentero –aunque no ya imprescindible: hay suficiente reproducción-.
Puede descender y quedarse entre esclavos, mientras los más evolucionados pueden utilizar la materia prima “esclavizante” como elementos de ¡trabajo!, ¡trabajo!… y trabajo –como un buen esclavo-; con adornos, con guirnaldas, con aplausos…
Las excepciones –excepciones que, sin duda, nos referencian bajo el sentido orante- son las que realmente se constituyen en fuerzas servidoras; admiradoras. No pierden el atractivo, la necesidad… y la fuerza de cortejo y la culminante seducción.
¡No! ¡No se pierde! Se elabora, se liba, se purifica, se hace una vía de liberación, se transforma, se transfigura… ¡Ahí!, en todo ese proceso, está –por eso es excepción- la posibilidad de cambiar el rumbo: abandonar la guerra, mantener la fuerza; recuperar el sentido primordial “en femenino”, con la belleza, con el arte; con la organización, con el ¡detalle!; con el gesto de ternura –¡todo ello en femenino!-; con la artesanía de vivir…
Mientras, el masculino proporciona, garantiza, idealiza, admira, ayuda, coopera, se solidariza…
No son, sin duda, adjetivos o cualidades exclusivas, ¡sectarias! ¡No! Son tendencias fundamentales. Son propensiones gestadas en base a la naturaleza de cada componente sexuado.
Es la opción, bajo esas coordenadas, de que los participantes –esa humanidad- puedan compartir, admirarse, y admirar todo el edén que les ha preparado este lugar del universo.
¿Y qué puede haber en un permanente estado de guerra? ¡Sufrimiento!, ¡dolor!, ¡enfermedad!, ¡deterioro!¿Y quién puede aliviar, mejorar, calmar, amparar, consolar…? La figura del sanador.¿Y quién… y quién es la figura del sanador?
La figura que se adapta, la figura que acepta, la figura que modula, la figura que busca recursos, la figura que investiga, la figura que se apiada, la figura que se emociona, la figura que no cree en la guerra, la figura que no se impone…; la figura que sabe que la sutil transformación del ser, a través de la vida, no es producto de un triunfo, sino de una convivencia en sintonía con la Creación.
Y es así como la característica del sanador… no puede ser convertida –como hoy lo es- en la lucha “contra” el cáncer, la lucha “contra” enfermedades venéreas, la lucha “contra” cardiovasculares”, la lucha “contra”…
Si se fijan, es de nuevo la guerra.
La aportación de lo femenino, en el sentido sanador, hará posible que… el desarrollo de los planteamientos de alivio de heridas de guerra, conlleve esas conversaciones –como ocurre en los países de paz- en las que tratan de abolir la guerra.
Hoy por hoy, solamente son treguas para rearmarse y continuar la contienda, ¡salvo!… –“salvo»- cuando los intereses sean beneficiosos para todos –para todos los dirigentes, ¡claro!-.
De ahí que el orante sanador tenga, como imperiosa necesidad, el reconocer la posición… que no solamente debe remitirse a aliviar, calmar, consolar, curar y sanar; pero esto –lo último, que es lo primero: sanar- sólo es posible en la medida en que se ejercita una prevención… y se convierte, el ser, en una entidad liberadora, no ‘esclavizante’; no, esclavizada. Y se abandona el hábito del poder y de la guerra, y la comunicación a través de la violencia como única vía natural.
¡Sí! ¡Es posible!, ¡sin duda!, que… planteamientos así –muy parecidos, o iguales- se hayan escuchado. La resultante es que poco han ejercitado.
De ahí que se deba insistir, no solamente en el lenguaje, sino en la acción y en el desarrollo de los fundamentos de la constitución de nuestra especie.
¡Que ya está bien de la guerra!… De recoger enemigos y encerrarlos; esclavizarlos.
Que se ha visto que… –y ya se puede ver claramente- que todo ello tiene de trasfondo, también, el que el hombre-varón –al sentirse poderoso- y la hembra –al imitarle como medio de competencia y de igualdad- desafíen a la Creación y busquen suplantar a lo Divino.
Y así, crear ídolos; crear… crear, no exactamente “crear”: manufacturar, manipular ideas y estructuras, para que suplanten a la verdadera naturaleza de la Divinidad.
El amor que descubre el servidor, por lo que le aman a través de su existencia; el amor que alberga ‘la primigenia’ de la vida, por ser gestora e intermediaria de la misma, son elementos de vocación, de
relación inter-sexual… que permiten una comunicación que no sea violenta, una posibilidad de simbiosis, de intercambios y de fuerzas, desde las más sutiles hasta las más concretas.
Y en esa sabia Creación de lo Divino –que hace la intensísima atracción entre el servidor y “el ama”-, la materialidad aparente de lo sexuado se sublima progresivamente en lo amado. Y la atracción se convierte en admiración contemplativa, que se hace fundición en la cercanía… en la lejanía…
Necesitados los unos de los otros, no precisan la guerra, sino que buscan la sintonía. ¡Aspiran a seguir respirando el aroma de lo que ama!, para que, en consecuencia, se refleje en amarse.
Poco a poco, lo reproductivo pasa a un segundo, tercero, cuarto o quinto plano, hasta poco a poco disolverse, y alcanzar como especie –en esa macro evolución excepcional-, una vida de inmortalidad en la que se borra el tiempo; en la que se permanece como “vida” o como “existencia”, según la evolución que marque el destino de la Fuerza Creadora.
Es así como se concibe –desde el sentido orante- el ciclo: a partir de la excepción; que se desarrollaría, obviamente, desapareciendo el campo de batalla, el campo de contienda.
Fue un ensayo ruinoso.
Y de lo que sobrevivió, nació… –porque ya la excepción existe, vive, está- la nueva evolución de esta especie, encarnada para transitar… y para disolverse con sus componentes… y hacerse eterna existencia contempladora… de “la Verdad”… ¡Dad!

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