MI NIÑA INTERNA – LA GATITA Y EL RESPETO POR LOS RITMOS

Publicado por Cruz Barbero

Hace unos días, hablando con una compañera de uno de los cursos a los que asisto sobre esa relación tan “nueva” con nuestro niñ@ intern@, me decía: “yo no le hago mucho caso, es como que hablo un poco con ella pero lo que quiero es que crezca ya”.

No supe muy bien qué responderle en ese momento. La Vida como es sabia me puso la respuesta con ejemplo incluido a través de una gatita.

Durante el mes de agosto, por la bendita mediación de mi hermano que ha puesto su coche a mi disposición, he podido pasar varias tandas de varios días en mi casita rodante en la sierra.

La primera vez que fui en agosto, nada más llegar, me vino a recibir una gatita preciosa que vive en una finca muy cercana. Mientras que bajaba las cosas del coche, ella se paseaba entre mis piernas como si me conociera de siempre. Yo, que me encantan los gatos, la acariciaba con ternura. Tan suave, tan dulce. Cuando dejaba de acariciarla, me miraba con su carita como diciendo “dame más, dame más”.

No la volví a ver hasta el día de la conversación con esta compañera, y eso fue hace unos días. Me alegré muchísimo. En estos tiempos de “contacto secuestrado”, acariciar a una gatita hermosa nutre el corazón y el alma. Me senté en un tronco de un árbol que tiene el dueño como su asiento predilecto y me dediqué a acariciarla. Qué gusto. Ella parecía encantada también así que las dos felices.

Después de un rato largo me levanté para irme a mi casita rodante. Desde donde estaba hay menos de 100 metros. Nunca había tardado tanto en llegar, ja, ja. Les cuento.

Cuando encontré esta segunda vez a la gatita, yo salía de “su casa” de coger un carretillo para llevar el agua que ese día traía de una fuente. Como me había entretenido con ella todavía no había bajado el agua del coche ni nada. Así que me levanté del tronco y fue a bajar el agua del coche para llevarla en el carretillo – medio de transporte que me encanta, ja, ja.

Cuando ya la tenía cargada empecé a recorrer esos menos de 100 metros y sin premeditación, quiero decir que no pensé “voy a llamarla para que se venga conmigo”, empecé a hacer eso: llamarla.  Ella empezaba a seguirme pero se paraba como con miedo, era un camino extraño para ella y yo tampoco era muy conocida, ja, ja. Miraba a un lado, al otro, para atrás, sin decidirse.

Como el agua pesaba, dejé el carretillo en el suelo y me paré. Seguí llamándola con un tono tranquilizador y ella se animó a seguirme hasta donde estaba. Y yo le dije: “ole, valiente”. Me puse en movimiento de nuevo mientras le decía “vamos, linda, vamos bonita”. Pero cuando empecé a andar ella no me siguió y repitió mirar a todos lados, dudando, “ay, este no es mi territorio”. Volví a pararme y la volví a llamar: “vamos, guapa, valiente, vamos linda”. Y mágicamente empezó a andar hacia mí. “ole, valiente”.

Así fuimos haciendo esos menos de 100 metros. Tardamos un ratito largo y sin embargo para mi fue un camino precioso. De nutrición de confianza. Venía, se paraba, ahora se cruzaba al otro lado y se subía por piedras – como para controlar desde arriba – volvía a mirar para atrás, “ay, ¿me vuelvo?”… Yo me paraba, la llamaba, la animaba y me derretía por dentro con ese ir ganando su confianza. Y con verla crecer en ese camino, en vivo y en directo.

Y ya llegamos al terreno donde está la casita rodante. Cuando dejé el camino para subir al espacio donde está la roulotte – hay un repecho suave para subir – ella desapareció de mi vista. La llamé y no aparecía. “Bueno, pensé, hasta aquí por hoy. Todo un regalo. Si hay otros días, a lo mejor llega un poco más lejos” y de repente, volvió a aparecer. Allí estaba ella. La acaricié con amor “valiente, guapa, eres muy valiente. Gracias por acompañarme”.

Y subimos los 3, el carretillo, la gatita y yo. Tan felices.

Dejé el carretillo con el agua en un lado y me fui a sentar. Por experiencia sé que los gatos cuando tú estás tranquila, ellos se tranquilizan también.

La gatita iba por todos lados, curioseando, oliendo, quién ha estado aquí, qué es esto.. esas cosas que pensarán los gatos – a saber, ja, ja – venía a donde yo estaba, la acariciaba un ratito, se iba a investigar, se alertaba cuando oía algo que no conocía… yo agradecida viendo como la gatita iba tranquilizando sus gestos, sus movimientos hasta que se vino a tumbar debajo de mi silla. Es un paso grandísimo. A mi lado había otra silla de esas de camping y pensé: “wow, si un día la veo aquí tumbada a mi lado… me emociono”. Y según lo escribo siento esa emoción de gratitud por confiar en mí.

A medida que fue llegando la noche – ya se escuchaban los grillos – ella ya había recorrido todo el lugar varias veces (cada vez que yo me levantaba para hacer algo ella se venía conmigo de esa manera que lo hacen los gatos – que te dejan andar un poco y luego vienen corriendo hasta donde estás y se cruzan por delante – ) y se la veía mucho más tranquila. Incluso había jugado ya con diferentes cosas que le habían llamado la atención como si fuera un ratoncito.

Y de repente, como si me hubiera leído el pensamiento, se subió a la silla de camping que estaba a mi lado. Regalo de cumple, de reyes, de tó.

Claro allí las caricias eran mucho más fáciles. Y ella tan feliz y yo emocionada. Desde que empezamos el camino con el agua, ella y yo habíamos recorrido un gran camino. Un camino de confianza.

Y según estábamos la gatita y yo, cada una en su silla, ella ronroneando con gusto, yo pensaba:

¡Wow, esto ha sido como un ejemplo de cómo relacionarme con mi niña interna!

Seguramente si todo lo que he contado hubiera sido con una niña incluso conocida, yo me hubiera comportado de una manera diferente. Es una hipótesis porque no pasó pero… Si hubiera sido una niña la que venía conmigo y hubiera demostrado miedo para hacer algo, a lo mejor la hubiera animado pero también podría haber ocurrido que le hubiera dicho algo como “vamos, miedica, que no hay nada que temer” o algo así, o algo con menos tacto incluso.

Quiero decir, que con una niña, a lo mejor no hubiera respetado su ritmo. A lo mejor hubiera forzado su ritmo, con palabras o incluso tomándola en brazos y diciendo “vamos, hija, que si no no llegamos nunca”. Por un poner.

Y me daba cuenta que ( sin proponérmelo ni pensar entre medias porque yo estaba totalmente inmersa en el camino, en la experiencia) en el caso con la gatita, había respetado completamente su ritmo. No solo lo había respetado sino que la había acompañado en ese ritmo, sin pretender que fuera otro. Y como la respeté y la acompañé, ella confió y creció.

Creció tanto que esa noche durmió dentro, a mi lado, con su cabecita en mi brazo. Según lo escribo me derrito ja, ja. Claro la noche da para otra entrada. No es que se durmiera y ya, ja, ja. Eso para otro día, si corresponde relacionarlo con algo.

En esta lo que quería era compartir esa toma de conciencia del respeto de los ritmos en nuestras relaciones.

En ese caso lo pensaba en la relación con nuestr@ niñ@ intern@ con quien nos relacionamos consciente o inconscientemente todo el rato y la mayoría de las veces lo que quiero-queremos es que, como decía Serrat, “deje de joder con la pelota” o deje de tener miedo, o deje de … para que nosotros podamos vivir felices, para que por fin seamos adultos y dejemos de comportarnos como niños pidiendo que los demás cumplan nuestras necesidades infantiles.

Y no, no funciona así. La gatita me lo explicó perfectamente. Yo sentí su miedo, sus dudas. No quise que hiciera nada. No quise imponerle nada y sin embargo la acompañé animándola, acariciándola, impulsándola, conteniéndola. La acompañé en lo “suyo” sin querer que fuera a mi manera.

Desde este texto hasta ahora han pasado unos días porque me dejé el texto en el ordenador de casa y hasta hoy no lo he abierto. Desde este relato hasta hoy, mi relación con esa gatita ha ido creciendo y afianzándose, siempre desde el “feel free” para las dos.

Que conste que a mí me ha costado más seguir mis ritmos que permitirle los suyos. En muchos casos me he oído decirme “no me levanto para que ella no se mueva” (si por ejemplo estaba tumbada a mi lado y yo me levanto, lo habitual es que ella se levante también y ya se enrolle con otras cosas terminando con el idilio de mi mente de “ay, qué bonita la gata aquí conmigo” así que me quedo quieta – y no hago lo que iba a hacer –. Sin embargo ella se muestra libremente en cada momento. Hay días que se ha quedado por la noche conmigo, otros no. Hay días que ha venido por la mañana a despertarme, otros no. Hay ratos que se está conmigo, hay otros en los que se pierde a su bola. Y me encanta. Hay incluso ritmos que no me gustan, como que se suba al techo de la roulotte por la noche y se haga largos corriendo y disfrutando. Ya. Pues tuve que aprender a relacionarme con ella en ese ritmo. Lo hicimos bastante bien, ja, ja.

Siempre me pareció que tener la oportunidad de vivir con un gato “silvestre” es un regalo inmenso de ejercicio de libertad en vivo y en directo del que aprender.

En este caso, además, la analogía que mi mente había hecho entre aquella gatita – mi niña interna y el respeto por los ritmos, había sido un mágico acto simbólico para mi inconsciente que ahora sí sabía cómo relacionarse, cómo vincularse con la niña interna para acompañarla mientras crece confiada de mano de una adulta respetuosa que honra cada sentir.

Un placer, un honor, un regalo.

Agradecida siempre.

Por cierto, su dueño y mi vecina no sabían que era gatita y le habían puesto de nombre Fede – de Federico que es el dueño de donde vive. Ahora se llama Fede – de Federica, ja, ja.

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